El paisaje y las ausencias
Seguramente a cualquiera que no sea mexicano le parecerá lúgubre o macabro festejar a los muertos: prepararles comida, invitarlos a su casa, convivir con ellos y evocar su presencia por varios días cada año. Sin embargo, en nuestra cultura la muerte se celebra como una tradición llena de folklore, de color y de rituales que se practican desde hace cientos de años, siendo el Día de Muertos una de las celebraciones más importantes del país.
A finales de octubre y principios de noviembre, este paisaje cargado de ausencias tiene un impacto tanto físico como emocional en nuestro entorno. Las casas, calles, mercados, cementerios y panteones se transforman temporalmente en altares, vías de procesión y lugares de convivencia.
Vestidos de fiesta y pintados del naranja de la flor de cempasúchil, los paisajes urbanos y naturales (dependiendo de la parte del país), son convertidos por la construcción de altares de todo tipo: arquitecturas efímeras que rinden homenaje a los ausentes.
Fotos, comida, calaveras de azúcar, recuerdos y artículos que le gustaban a los muertos cuando pertenecían a este mundo, aparecen de repente y transforman un paisaje por lo general estático, triste y solemne, en uno lleno de color y cargado de misticismo. El final del estío, acompañado por su particular cambio de clima, anuncia la cercanía de esta época que se percibe como mágica.
Es entonces cuando comienzan los preparativos para recibir y honrar las almas de los muertos. Se limpia la casa, los muebles, el patio, las calles y las tumbas de los cementerios. Se prepara la comida típica de cada región para estas fiestas, y también las que más gustaban a los familiares y amigos fallecidos.
La costumbre prehispánica de festejar a los muertos tiene sus variantes y características propias en cada región del país.
En Yucatán, por ejemplo, se conserva desde la época precolonial la arraigada tradición del “Hanal Pixán” o “Banquete de las Ánimas”, en el que se entrelazan las costumbres mexicanas del día de muertos que se practican en casi la totalidad de la República, con otras tradiciones más locales, aún practicadas por las comunidades de indígenas mayas de la región.
El 31 de octubre es el día de los niños y su altar se adorna con velas de colores, frutas, juguetes y golosinas.
Al día siguiente, primero de noviembre, se dedica el altar a los difuntos adultos. Las velas de colores son sustituidas por velas negras o blancas y se añaden algunas pertenencias que formaban parte de sus gustos o costumbres.
El 2 de noviembre las familias visitan el cementerio para acompañar a sus parientes difuntos, y permanecen todo el día en el lugar. Se reza por ellos y se come.
Finalmente, las almas de los muertos abandonan el mundo de los vivos el 3 de noviembre, en medio de rezos y cantos. Los vivos encendemos velas junto a las puertas y ventanas para guiar a las almas de los difuntos en su regreso al más allá.
Esta bella tradición del día de muertos, que se practica en todas partes de la República mexicana, pone de manifiesto la capacidad de adaptación de los paisajes. De manera temporal ríos, lagunas, costas y calles se convierten en lugares de procesión que se llenan de color durante el día y se iluminan con el fuego de las velas por la noche.
Los perfiles cambian y toman la forma de las cruces, de las flores y de las calaveras. Sus sonidos se convierten en cantos y rezos. Las lápidas se vuelven mesas, las calles tapices de aserrín y flores. La edificación de altares en espacios públicos y privados transforma la morfología del contexto con fugaces colores y formas que recuerdan ausencias, y que son capaces de traer de vuelta a los seres queridos que ya nos dejaron.
Posteriormente el paisaje común, que se impone siempre de vuelta, regresa a su estado original habiendo siendo testigo de que los muertos no mueren ni se van, sino que en forma de presencias invisibles, se van sumando año con año a ese paisaje cotidiano.
Portada: “La Alumbrada” San Andrés Mixquic, CDMX. Fotografía: Ricardo Durán.