Paisajes ancestrales

Pamela López nos platica sobre espacios que nos ofrecen momentos de aprendizaje, transformación, aceptación y conciencia sobre nuestra coexistencia con el mundo.

Creí conocer el significado de un paisaje ancestral, porque en su sintaxis aparecen dos palabras identificables en mi memoria.

Paisaje, como esa porción cambiante de materia reuniendo habitantes con actividades peculiares incluyendo elementos vivos que no caminan, pero sí hacen que los demás nos movamos (el viento, el sol, la luna, el agua) y su interacción tangible e intangible. Ancestral, como detonador de conocimiento traducido en acciones y en instintos heredados generación tras generación, un ejemplo es una comunidad precolombina que nos enseña a cultivar sobre islotes flotantes para hacer eficiente la reproducción de comestibles o una madre ciervo que le muestra a sus crías el camino ancestral para alimentarse sin amenazas depredadoras. Parece que todo está muy claro, entonces ¿por qué afirmo que no conocía el verdadero significado de un paisaje ancestral? Se debe a un nuevo concepto, la fenomenología, la experiencia. Esa experiencia anclada al proceso de reconocimiento puro ante lo que los sentidos no pueden esconder.

Les pongo en contexto: después de meses de confinamiento, mi única relación con la experiencia fenomenológica del paisaje era a través de una pantalla (como seguro les pasó también), ver documentales narrados por David Attenborough una y otra vez para saciar mis enormes ganas de explorar. Nutrirme de muchos sonidos desde la ventana, el fierro viejo que venden y la cremería de Chalco antojándome ir por un coco hasta las fantásticas tierras guerrerenses, pero todo fue producto de la atmósfera circundante y eso comenzó a hacerme gustar de un complejo de Rapunzel, ¿para qué bajar de la torre si todo está en su interior? Pausa, es aquí donde les muestro el primer aprendizaje sobre lo que es identitario.

Al cabo de un periodo, comenzamos a significar lo contextual en elementos del arraigo o identitarios; en el caso que les cuento, estaban mayor relacionados con la voz de Sir David y sus imágenes que relacionados a los valores de un paisaje ancestral urbano me envolvían en un pasado lacustre. La identidad radica en lo que conocemos, radica en lo que nos imprime cada pedazo de experiencia. Éstos pueden estar conectados entre sí a un nivel personal o comunitario, sin importar que sea de población flotante, constante o permanente, al igual que pueden presentarse degradados por agentes externos (algunos terribles hábitos humanos) a su nicho ecológico directo.

Kogui o Kággaba, Sierra Nevada de Santa Marta, Colombia.
Fotografía: Luis Felipe Cardona Monsalve 

Cuando levantaron las restricciones de acceso a los espacios públicos urbanos, decidí visitar uno de los paisajes ancestrales más potentes que hay en la Ciudad de México, Xochimilco. Así de sedienta estaba por conectarme con mis raíces, con lo que soy (lección dos de la identidad), con algo mío y con algo que mi abuela Zita (lección tres) me ha contagiado, esa biofilia inagotable, un paladar necio de nuevos sabores y los rituales legendarios traducidos en extremidades que nos ayudan a movernos con soltura por cualquier travesía.

Estudio-taller, Xochimilco
Fotografía: Carlos Huitzil

La lección dos del tema nos exige meditar al respecto de quiénes somos. Pienso, luego existo,
nos decía Descartes en el siglo XVII. Esta afirmación nos impulsa a generar un observador dentro de la reflexión, y para que exista dicho observador, es necesario un concepto del ser. Citemos a la comunidad andina, ya sea en el Perú, en Chile o en Argentina, cada integrante se identifica como andina(o) porque en su ADN está la montaña, las alpacas, la nieve, la altitud, los tubérculos cultivados, el viento y las estrellas. Es decir, son las y los observadores de esos valores, los reflexionan, se mezclan con ellos, por tanto existen, son y nada más.
Para la tercera lección de identidad cité a mi abuela Zita, de nombre italiano pero de sangre lacustre. En ella existen esos recorridos, personas, fiestas, comidas, técnicas y, esos procesos que aprendió de convivir con mujeres y hombres de agua en los 18 pueblos o barrios originarios de Xochimilco, enalteciendo en ella los caracteres identitarios tangibles e intangibles que hasta hoy comparte conmigo y sus demás amados. Por tanto yo soy lo que mi abuela es y, ella es todo lo que le significa.

Incallajta – Cochabamba
Fotografía: Paisaje caminante 

Un paisaje ancestral es precisamente eso, un pozole que incluye granos de maíz y unas manos que respetan su esencia. Es una fiesta que se celebra cada año en compañía de todas las personas queridas; es también un relicto precolombino rodeado por el crecimiento urbano, es un río, es un canal, es un cimiento escalonado, es un bosque, es el cerro, es el pulque, el Agave salmiana y sus haciendas, es la panela refrescante y, somos nosotros mirándonos al espejo. Los paisajes ancestrales nos ofrecen momentos de aprendizaje, transformación, aceptación, comunidad y conciencia sobre nuestra coexistencia con el mundo. Lamentablemente los estamos sustituyendo por leds, concreto o pantallas y nos urge significarlos/habitarlos, porque son los grandes representantes de nuestra sabiduría hereditaria por su carácter resiliente, evolutivo, empático, entrópico y, serán los únicos santuarios que nos devuelvan la experiencia sensorial y cultural, después de este confinamiento.

“Los paisajes ancestrales nos ofrecen momentos de aprendizaje, transformación, aceptación, comunidad y conciencia sobre nuestra coexistencia con el mundo.”

Paisaje ancestral Colombia
Ilustración: María Alejandra Jimenez Suárez